sábado, 25 de agosto de 2007

¿Identidades, errancias, dislocaciones?

Grabado de LIhie Talmor


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No me basta la memoria insidiosa de haber abandonado una ciudad, ni saber que provengo de parentelas huidizas. Me es insuficiente migrar por las habitaciones abandonadas en busca de aquella que acorteje los fértiles engaños de la mañana.
No me basta —nunca me bastó, pese al diámetro de las alegrías— soportarme en un mismo lugar, creerme custodia de una fijeza.
Pienso con frecuencia en partir, huir, exiliarme, rendirme.
En hacerme lejura.
Donde sea apta y prolija.
Donde se amansen las carencias.

¿Dónde?

Quizá donde ninguno de los míos estuvo.
Donde se aprende la mugre.
En una ciudad del sur continental, en los peñones rojizos del norte, en las nieves infundadas.
O en una isla en mitad de la limpidez.

Lástima que las Islas Azores —tan míticas, tan venteadas de asombro— signifiquen oscuro para los míos: un avión azotado por la lluvia, sesenta cadáveres, el canto último.
Lástima que no pueda dejar de pensar en su derredor acalambrado, idóneo para revertirme.
Allí nadie me conoce.
Son islas prendadas de nada, paridas por el fuego, abruptas, impías.
Sus montes petrificados sucumben a magníficas tempestades, como las que habrá de esparcir el fin del mundo.
Es sitio para reinventarse y acabar.

«La identidad es, a fin de cuentas, lo que uno escoge ser». (Edmond Jabès)

Por eso escogería —si quisiera, si algún día pudiera— ser de las Islas Azores.
Harta como estoy de la inalterable estrechez de mis lares, me instalaría al principio en Santa María, la más oriental de las ínsulas.
Luego, llevada por un ansia de no perseverar, me iría deslizando por las atávicas excepciones verde azuladas de aquel archipiélago siniestro y maravilloso.
Viviría por periodos en San Miguel, San Jorge, Terceira, Pico, Faial, Corvo y Flores.
Las estancias más largas las pasaría en Graciosa —la isla más pequeña e inquietante—, contemplando su laguna prisionera del fondo pardo del volcán.

Se trata de expiar mi rotundo deseo de forjarme a conciencia.
Sin escrúpulos mal nacidos de una pequeña sangre.
Sin reincidencias ni agonías estivales.
Jugando a los ocultamientos, las predicciones, los falsos hallazgos.
La soledad absoluta.
Fiel a lo entendido.

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¿Podría inventarme una memoria, una nostalgia, incluso un dolor?
¿Sentirme huérfana e inadvertida?
¿Olvidar de dónde provengo y construir una identidad: con otra casa y un patio; un cielo interior; amores; calles desaventajadas; viajes y abandonos?
¿Hacerme costumbre y usarme en ella, aunque se me arrojen dudas, tropiezos, infortunios mal conjugados?
¿Ser de nuevo raíz?

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Podría confundir al otro. Lo sé.
Decir que provengo de donde no soy.
Padecer un pretérito que no me acontece.

«En el poema la lengua se sosiega y el hombre vive calmado por un instante en el silencio». (Gottfried Benn)

En el poema pertenecemos a una identidad extraviada,
que jamás tuvimos,
que añoramos.
Que crece y se oculta, reaparece e impreca, a sabiendas de que el poema es un espacio de certezas y constancias.

En el poema se forja la identidad del poeta,
pero el poeta tiene la potestad de forjar una identidad en el poema.

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¿Es el poeta un fingidor?
Pues sí.

«Escribo mi deseo de ir más allá del libro,
más allá de mi vida en otra vida».
(Mark Strand)

«Yo nací en el libro. Crecí en el libro. Moriré en el libro. No he conocido otras moradas, otros caminos, otros paisajes ni otro cielo». (Edmond Jabès)

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«El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre». (Heidegger)
En ese lenguaje el poeta puede disentir y poblar, vivirse, desterrarse, repatriarse.
Olvidar.
Dislocarse.

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No todo poeta es un topógrafo apócrifo, no siempre alberga una huida.
Hay poetas que renacieron en todos los lugares a la vez, cuyas palabras subsisten enlutadas de distancia.
Poetas diaspóricos,
herederos,
mudados,
exiliados,
desterrados,
refugiados,
peregrinos,
repatriados,
desplazados,
desamparados,
anhelantes.

Poetas cuya identidad guarda señas de ajenidad y desconsuelo.

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Dice Cristina Peri Rossi en el prólogo de su libro Estado de exilio que si «el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario».
Y lo es.
Es el género de la dislocación primigenia.
El exilio —aunque terrible y perverso— cuando se inmiscuye en los territorios devastados de la poesía, irrumpe como un género superior que perfila muy claramente a un forjador de identidades: el poeta de la errancia.

Así pues, los poetas de la errancia no hablan lenguas extrañas, no habitan una casa nueva, no escriben cartas desconsoladas, no son sobrevivientes. Peor aún, tienen la rotunda obligación de dar genealogía a una palabra, someterse a intempestivas mudanzas, escribir misivas que jamás serán condonadas. Son sobrevivientes de una tragedia que sólo comprenden a medias, culpables y lacerados, silenciosos, diletantes.
Los poetas de la errancia no han pasado hambre. No siempre sus cuerpos variaron en el frío del viaje. Exiliados de todo porvenir, asumen un vocablo propio, se inventan un barco, un tren, una tristura. Caminan desleídos por las rampas de una ciudad que nunca han visto, preguntan por una puerta que no existe, perdieron sus vestigios cardinales.

Sin embargo, son los poetas de la errancia aquellos que mejor comprenden el alma, pues todo hombre ha perdido o perderá una patria.

«Partir
es siempre partirse en dos».
(Cristina Peri Rossi)

Pero aflige más esa partida cuando no se ha partido de verdad, cuando nada conduce ni arrasa. Cuando no hay océanos redentores.
Porque quien jamás ha partido trasluce una nostalgia aún más vasta, una ausencia, una diferencia.
Una dislocación que fragmenta y condena irreversiblemente.

«¿Quién escribirá jamás la errancia? –Ella se escribe con nosotros». (Edmond Jabès)

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Este libro, esta conjunción de errantes, propone una relación metafórica y alusiva a múltiples nociones: lugar, hogar, tribu, lar, casa, pertenencia, errancia, desarraigo, familia, tierra y memoria.
Vocablos todos imprescindibles de una poética de la identidad, de un credo siempre irresoluto, precoz, tartamudo.

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Hay una identidad anterior a la errancia: intrínseca, filigrana de pérdidas aún no infligidas.
Identidad desde la que el poeta se reconoce como exiliado.

«La lengua tiene como lugar la lengua. El exilio de la lengua es la condición del exiliado». (Edmond Jabès)

Volvemos a Heidegger, al espejeado abandono: el del paisaje propio y el del que se formula en el poema.
El poeta yace en ese exilio, se alimenta de él, le sirve para desertar de sí mismo.
El poeta inventa patrias portátiles con vocablos sumergidos en una materia que se nutre de los hartazgos, la melancolía, el deseo de no desear más.

El exiliado «es el devorado, devorado por la historia». (María Zambrano)

Qué importa cuál sea el credo del poeta, cuántos sus exilios, cuán eclipsadas sus interrogantes.
El poeta siempre está de regreso. Y esa vuelta —aún de sí mismo o de nada— implica una despedida y por tanto un horror.

«(…) la poesía siempre es regreso: regreso al lenguaje». (Hans-George Gadamer)

El lenguaje deviene fe impostergable que obliga al poeta a completar un periplo: despedirse - partir - sufrir nostalgia - apropiarse de nuevos entornos - volver - sufrir el regreso - desear de nuevo la partida - apuntalar la nostalgia.
Todo eso en los confines de un lenguaje partícipe o no de un referente real.

Esa carencia de una patria única, conduce al poeta a liberarse, a enaltecer la materia de su creación.

«El regreso es conocimiento (…) el regreso se convierte en recogimiento». (Hans-George Gadamer)

«Regresaré al poema como a la patria a la casa
Como a la antigua infancia que perdí por descuido
Para buscar obstinada la sustancia de todo
Y gritar de pasión bajo mil luces encendidas».
(Sophia de Mello Breyner Andresen)

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¿Y el lector? ¿Qué de su credo insuficiente, su propio desaguarse?
El lector es también un errante, por eso lee.
No escribe, pero hurga; no forcejea con el lenguaje, pero recae en un cierto afán de reveses.
Necesita un océano sin orilla, frente al que aguardar impropias palabras.
El lector a ratos es poseído por sus culpas y la errancia del poeta lo predispone a un habla de herejías, donde la escritura desune, predispone, calcifica.
Entonces pasa la página, ansía otra escritura, persigue las razones de su propia y dolorosa extranjeridad.

El libro es la razón.
Cuando se carece de argumentos propios, el libro salva.
La migrancia del otro es un cuaderno parpadeante,
un contratiempo,
la noche.

Llora quien escribe, pero también aquel que se escribe en una lectura.
El desasosiego recrudece con ciertos pronombres diastólicos.
El lector es un náufrago de su propia pesadilla.
Por eso acumula víveres ilegibles.
Y tiene un poema predilecto,
una casa en la que no fallan los augurios,
plegaria orfebre del primordial domicilio.

«No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía». (Marguerite Duras)

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Acaba mi anhelo, la andadura.
Soy ya por siempre de las Islas Azores.
También de los predios inconsolables del país natal.
Y de las patrias derruidas de mis ancestros.
Y, sobre todo, del poema en el que nada soy.

Me diré en lenguas tardías, acunada acaso por el zarpazo púrpura del silencio.

Adoptaré un resquicio para pronunciarme de nuevo:
«Eu regressarei ao poema como à patria à casa».
(Sophia de Mello Breyner Andresen)

Aunque el poema desobedezca,
nos invada con un paisaje demasiado ausente.
Aunque mi escucha sea un relámpago.

Maracaibo/ Caracas, enero 2006

© Jacqueline Goldberg Prólogo al libro Fe de errantes, 17 poetas del mundo, compilación de Lihie Talmor y Edda Armas, publicado por Otero Ediciones. Caracas, 2006.
http://www.oteroediciones.blogspot.com/



1 comentario:

Anónimo dijo...

En 1976 fundamos en las Azores nuestra tan nuestra patria de músicos llenas ya las perpectivas
que aun hoy nos iluminan,
faro global,piedra fundacional
lamentos de la diáspora
que nunca imaginamos
nos acompañaria por muchas décadas
conmovedora imagen
extraordinaria fuente de memoria