sábado, 25 de agosto de 2007

En vela el nombre, en vela el lugar, Paul Celan



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Si Paul Celan hubiese conocido Masada, habría querido suicidarse en Masada.
Su heráldica de cicatrices habría acabado bajo el cielo tirano de Judea, no en el lodazal sangrado que trenza el aliento bajo los puentes de París.
Su cuerpo habría volado por el cobalto de la primavera, jamás atenuado por la gramática piadosa de los peces.
Sus últimos vocablos habrían sido de metileno, de añil, de cielo protector, no pardos y súbitos.
Si Celan hubiese admitido el pendiente peregrinaje a Masada, tal vez —sólo tal vez— su último poema habría sido una plegaria.

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Pero el poeta nacido con el nombre de Paul Antschel en Czernowitz —la Pequeña Viena de Bukovina— el 23 de noviembre de 1920, no quiso ir a Masada.
No pudo ir a Masada.
No supo ir a Masada.
Llegó a Israel el 30 de septiembre de 1969 para cumplir un designio sobornado por el dolor. Debía quedarse allí hasta el 20 de octubre, pero el 17, justo antes de emprender un planificado viaje a las ruinas de Masada, decidió partir.
¿Huir?
¿Reincidir?
Llevaba el alma pendiendo, la memoria deshilachada.
«Decía que no merecía ir a Masada», recuerda aún Ilana Shmueli, amiga de infancia con quien Celan se reencontró en Israel y con la que recorrió cada una de las cuestas de aquella topografía del ensimismamiento que zanjó al poeta hasta el día de su muerte.
«Él nunca más mencionó Masada en sus cartas», aclara Shmueli como colofón a un correo electrónico enviado desde Jerusalén. «Pero no dejó de escribir acerca de los sentimientos que le producía Israel» (1)
Shmueli confiesa no sentirse cómoda ante preguntas que insinúen que Israel fue detonante del suicidio de Celan: ¿Empeoró ese viaje la depresión del poeta? ¿Fueron las bruscas emociones de aquellos días razón para lanzarse del puente Mirabeau pocos meses después? ¿No soportó el encuentro en Tierra Santa con el judío que creía ser, el que era, y el que fue en adelante y ya para siempre? ¿Habría sido Masada el clímax de aquel periplo?
La paisana de Celan, la “almendrada” de los poemas escritos inmediatamente después de ese viaje —¿su amante?— es tajante al respecto: «Israel fue para él una importante y muy bella experiencia. Ya tenía sus problemas. Sintió que no tenía posibilidad de encontrar un lugar aquí».
Y ese lugar, ese último lugar, habría estado quizá en Masada, en su paisaje encandilado, sus abismos sentenciosos, su memoria intransigente.
Si Paul Celan hubiese llegado a Masada; si hubiese conseguido escalar el montículo traicionado por la ira; si hubiese visto a lo lejos la serenidad salvadora del Mar Muerto, tal vez —sólo tal vez— habría cambiado de nombre, mitigando su eternidad con un bautismo de tierra y sal.
Tal vez —sólo tal vez— habría deseado entonces morir en Masada.

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Masada no era párpado ajeno en la cartografía intelectual de Paul Celan.
Sabía del muy difundido relato que cuenta cómo novecientos sesenta judíos celotes prefirieron suicidarse antes que ser injuriados y sometidos a la servidumbre por los romanos que sitiaban la fortaleza erigida por el rey Herodes.
Sabía que allí las piedras convocan un hálito terrible, que los iniciados aún escuchan gemidos, respiran el suplicio de la muerte jamás presagiada.
Conocedor como era de la temática judía, de seguro había leído la historia de Masada escrita por Flavio Josefo (losef Ben Matitiahu), en la que se revela cómo Eleazar Ben Iair, comandante de Masada, exhortó en el año 70 de la era común —poco después de la destrucción de Jerusalén— a quienes habitaban los palacios de Masada a emprender el desesperanzado final colectivo.
El convencimiento vino tras un conmovedor discurso sobre los atajos de la inmortalidad del alma: «Pues la muerte otorga la libertad a las almas y permite que vayan a su propio y puro lugar, donde estarán libres de todo mal. Pero mientras están unidas al cuerpo mortal y llenas de sus males, verdaderamente son denominadas muertas, pues es muy poco conveniente asociar lo divino con lo mortal (…) Por lo tanto, ¿a qué viene el temor a la muerte, cuando apreciamos el descanso en el sueño? ¿No es locura buscar la libertad en la vida, y rehusar la inmortal libertad? (…) Hemos nacido para morir, tanto nosotros como aquellos que proceden de nosotros; ni aún los más felices pueden escapar a la muerte ». (2)
No es osado suponer que las palabras de Josefo retumbaran en la despiadada tendencia de Celan (3). Ya el 30 de enero de 1967 —el mismo año en que comenzó su acercamiento a Israel— el poeta se había herido con un cortapapel muy cerca del corazón, lesionando gravemente el pulmón izquierdo. El resto de sus días estarían teñidos de una sucesión de autoflagelaciones, todas preestablecidas desde las palabras, la mirada, el remordimiento.

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Mucho antes de ir a Israel en 1969, Celan había merodeado la posibilidad que representaba el país medioriental.
Siendo el padre de Celan profundamente sionista, el poeta nunca congenió con sus ideas y se atrevió incluso a retarlo en 1933, cuando después de hacer su Bar Mitzvá, decidió no seguir estudiando hebreo, lengua que de todas maneras llegó a dominar con elegancia.
Sin embargo, Celan estuvo siempre cundido de dudas, mortificado por encrucijadas que se abismaban ante él.
A principios de 1945, cuando se debatía entre permanecer o marcharse de Czernowitz, se preguntó: «Qué pasaría, por ejemplo, qué pasaría si llegase a Jerusalén, fuese a ver a Martín Buber y le dijese: “Tío Buber, aquí estoy, aquí me tienes» (4)
Según John Felstiner, acucioso biógrafo de Celan, el poeta ocultaba la dualidad que le producía el sentimiento de emigrar en ese momento y un cierto arrepentimiento por no haberlo hecho antes, incluso con sus padres, asesinados durante la Shoá. Sin embargo, apunta, «esta opción no pasó a ser para Celan el camino no emprendido, lo que habría supuesto una diferencia esencial para un poeta, si es que iba a seguir siendo poeta”. (5)
En todo caso, Israel nunca fue una opción certera. En su espíritu jamás hubo un fundador, un arador, un soñador de futuro, un soldado, como los que requería el joven Estado de Israel, creado en 1948. De ahí que en su mira estuviera primero Viena —apocada por la dominación nazi y después por la rusa—, Bucarest y luego París.
Felstiner se pregunta por qué Celan se fue hacia el oeste, cuando pudo haber ido a Israel. Y tonalidades de una inequívoca respuesta las halla en retazos de una carta que el poeta escribió el 2 de agosto de 1948: «Un par de semanas después de llegar a París, Celan escribió a parientes que estaban en el nuevo Estado, amenazado, tratando de justificar “mi destino, ante vosotros que estáis en el centro mismo del destino judío”. Lo que podría haberle empujado a irse a Israel era también lo que le mantenía en Europa: el trauma de la pérdida, el precario asidero de su lengua nativa y la lucha por ver su obra impresa. “No hay nada en el mundo”, dice, “por lo que un poeta dejará de escribir, ni siquiera cuando es judío y la lengua de sus poemas es el alemán (…) Quizá sea yo uno de los últimos que deban vivir hasta el final el destino de la intelectualidad judía en Europa”» (6)
Otros dos acontecimientos mínimos, pero no por ello irrelevantes, delatan cuán presente estaba Israel en el ánimo de Celan.
En noviembre de 1959, al salir su traducción de un conjunto de poemas de Osip Mandelstam, Celan envió un ejemplar a la escritora Nelly Sachs, con una sálmica dedicatoria en hebreo: «Si te olvidase, Jerusalén, que mi diestra olvide».
En otoño de 1966 se publicó Les juifs du silence de Elie Wiesell. En él, según acota Felstiner, el poeta anotó algunos detalles como «que tres mil judíos de Moscú se habían reunido en la fiesta de Yom Kipur y habían gritado: “¡El próximo año que viene en Jerusalén!”» (7)
¿Nostalgia por la Jerusalén que más tarde ocuparía su deseo?
¿Imposibilidad de sosegar aquello que era epitafio en su futura memoria?

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No por casualidad el primer poema que escribió Celan después de abandonar Czernowitz, fechado en Bucarest en 1945, fue Una canción en el desierto —texto inicial del libro La arena de las urnas—, donde habla de una ciudad israelí: Acra o San Juan de Acre, la bíblica Acchos. Algunos críticos alemanes han afirmado que se trata de una fortaleza del norte de Palestina donde se centró la actividad de los cruzados, mientras otros—el primero fue Jerry Glenn— se han atrevido a afirmar que el toponímico Acra al que se refiere Celan sería el de una ciudadela erigida por el tirano Antíoco y que domina el Monte del Templo de Jerusalén. (8)

Se trenzó una corona de negruzca fronda en la región de Acra: allí revolví el caballo peceño y acometí hacia la muerte con la espada. También bebí en cuencos de madera la ceniza de los pozos de Acra y al encuentro partí de las ruinas del cielo con la visera bajada. Pues muertos están los ángeles y ciego quedándose el Señor en la región de Acra, y no hay ninguno que me cuide en el sueño a los que aquí entraron al reposo. Molida a golpes quedó la luna, la florecilla de la región de Acra: así florecen las que imitan a los espinos, las manos con anillos mohosos. Así tengo pues que encorvarme al final para el beso cuando oran en Acra… ¡Oh, mala fue la malla de la noche, la sangre gotea a trasvés de las hebillas! Así llegué a ser para aquella su hermano risueño, el férreo querube de Acra. Así pronuncio el nombre todavía y aún siento el incendio en las mejillas. (9)

Este poema, que en principio alude al desierto, a Moisés y al éxodo de Egipto, se asoma al personal éxodo de Celan, a la conciencia atávica del peregrinaje, de atravesar la vastedad para hallarse a sí mismo. Bucarest era entonces la transición, el desierto que lo llevaría a otros pasadizos.
El último verso muestra un juego metafórico en el que la ciudad israelí es espejo de un presunto lugar en Tierra Santa. El nombre al que hace referencia es a la vez dios, recodo geográfico y palabra como materia de añoranza. Y el incendio en las mejillas es el resol atávico, el de los antepasados que tardaron cuarenta años en cruzar el desierto final.

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El 6 de junio de 1967, en plena Guerra de los Seis Días o Guerra de Yom Kipur, Celan estaba hospitalizado a causa de una de sus tantas crisis psicológicas. Su agenda señalaba que aquel día acudiría a una manifestación de apoyo al estado de Israel, realizada en la Plaza de la Concordia, bajo el lema «Para que Israel viva».
Al día siguiente, cuando los israelíes recuperaron la ciudad antigua de Jerusalén, Celan comenzó a escribir Imagínate, poema que trabajó durante dos días seguidos y que formaría parte de su libro Soles Filamentos:

Imagínate: el soldado en la ciénaga de Masada aprende patria, de la manera más imborrable, contra cada púa en el alambre. Imagínate: los que no tienen ojos ni figura te llevan libremente a través del gentío, tú te vas fortaleciendo cada vez más. Imagínate: tu propia mano ha sostenido este pedazo de tierra habitable alzado de nuevo a la vida por el sufrimiento. Imagínate: esto me tocó en suerte, en vela el nombre, en vela la mano para siempre, desde lo insepultable. (10)

«El “tú” que habita las estrofas de Celan es un pueblo, conducido por aquellos que perdieron sus ojos con el llanto», señala Felstiner, quien además de ver en Imagínate la valentía de los soldados del combate de 1967 y la de aquellos en épocas de Masada, lo relaciona la canción de protesta que en los años treinta se extendía por los campos de concentración llamada La canción del soldado de la ciénaga.
Felstiner acota que la Guerra de los Seis Días no arrastró a Celan a una ola de entusiasmo: «Era, al fin y al cabo, un hombre enfermo, a veces violento e incluso dominado por tendencias suicidas». (11)
Sin embargo, en Imagínate Masada está ya vinculada a la suposición de aprender patria de manera dolorosa, donde la «púa en el alambre» bien pudiera aludir a cruentos vestigios de los campos de concentración, lo cual es a la vez una manera de desprenderse de otra patria: la propia, la más íntima, la imposible.
En el imaginario celaniano visitar Masada era llegar al último bastión de la patria israelí, al lugar de la conversión definitiva que tanto añoraba y a la que tanto temía. Masada entendida como lugar donde hacer promesas y consolidar un credo. A la vez, era ser conducido, arrastrado a través de un «gentío ajeno», sometido por quienes nada sabían de su errancia.
Su miedo: creer que en Masada se fortalecería como judío.
Su peor miedo: creer en Masada.
El imperativo verbal Imagínate abría la futura posibilidad —y el plausible miedo— de que se cumpliera su vaticinio poético: que su mano sostuviera «este pedazo de tierra habitable» y fuera llevado de nuevo por los cauces del sufrimiento. Es el desasosiego de hallar una identidad, la de judío, la de exiliado que no alcanzaría a pronunciarse jamás desde la mítica Israel. (12)

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El 28 de julio de 1968, Celan escribió un poema sin título que debía corresponder al libro Parte de Nieve —culminado ese verano—, excluido del mismo y conocido sólo gracias a su publicación póstuma. En él continúa el lento acercamiento escritural a Israel que se había iniciado con Imagínate. Es obvia aquí la necesidad de apuntalar, en la conciencia y en el alma, la idea de Israel como «país», entendido como claridad, tierra de resurgimiento.

En el sueño, en el rayo, envían trasluz: no luz. Tu ojo ve tu ojo: más. Claridades. E Israel, país, a ti te sostengo en alto en la vida de los hombres, de los tuyos, que, imperfectos, garantizan el resurgido surgir, realizado, el elemento, que se piensa vivo, el espíritu que se vive pensando. (13)

El 12 de agosto de ese año 1968 Celan confesó a su amiga Ilana Shmueli: «Es justo que yo procure una visita a Israel, espero que se pueda realizar muy pronto».

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Todo el año 1969 fue una suerte de preparación ritual para emprender el necesario viaje a Israel. Los poemas escritos desde mediados de ese año formarían el libro Estancia del Tiempo, publicado póstumamente —1976— y a cuya segunda parte corresponden los textos tejidos inmediatamente después de Israel.
Son los poemas de ese año confesiones, apuntes de realidad. No por casualidad el 26 de marzo Celan perpetró una frase que se convertiría en su más esencial poética: «La poesía ya no se impone, se expone».
Israel, sin embargo, era una imposición más tarde expuesta.
Y una exposición en su vida.
El 29 de septiembre, el mismo día en que Celan partió hacia Israel, apuntó el poema Alba de ambas manos, hallado entre sus papeles, catalogado dentro de sus Poemas dispersos:

Alba de ambas manos se trae mi ojo, entonces apareces tú- ¿cuánto séquito de gaviotas necesita tu frente? andadora del mar crepita la palabra que yo rechacé, al pasar por ti, una puerta vibrante de ira pétrea todavía, concédeselo a la noche madura de necesidad. (14)

No hay aquí euforia ni felicidad. Se percibe el mismo hálito derrotista que había ya en una carta enviada tres días antes a su amigo Petre Salomón: «Perdona mi silencio. Es involuntario, y se debe, sobre todo a las contrariedades que tengo con mi salud, estoy muy solo (…) Estoy harto de dificultades grandes, querido Petre».
Es un poema que muestra la ambigüedad que representaba Israel, palabra y patria alguna vez rechazada, puerta vibrante de ira pétrea todavía que él ruega sea concedida a la noche madura de necesidad, a un final que siempre fue pregunta, que exigió mucho de él.
Israel no parecía representar la solución a esas dificultades, aunque «su supervivencia en Israel llegó a encarnar una posibilidad, diferida pero salvadora» (15).
Celan viajó a Israel con un atavío emocional sumamente complejo, pretendía cerrar el meridiano entreabierto en la infancia; buscaba el «tú» que lo acompañaba y el «ella» pospuesto e inacabado de su destino.
Ilana Shmueli bien lo especifica en el libro que recoge su correspondencia con el poeta de los umbrales: «Celan vino para “rememorar˝ (…) para tocar con su propia mano aquello que para él era nostalgia e imaginación. Supo que había llegado el momento para el viaje. Un viaje que se emprende cuando se produce un vuelco en la vida, desde la propia casa, que no es más casa, un viaje más allá de los confines geográficos e históricos, más allá de los confines del propio presente, partiendo del propio recuerdo y del pasado común. Celan vino a Jerusalén cargando todo el peso de su destino individual y todo el peso de su destino judío. Andaba en la búsqueda de la realización de su deseo, que contenía este viaje, con los ojos abiertos. Sabía de los abismos, sabía de la imposibilidad de «enseñar patria», porque «extranjero» y «patria» eran para él indistinguibles; y todavía vino con el entendimiento absurdo de hacer posible, aunque solo por instantes, esta imposibilidad».(16)

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Celan fue a Israel invitado por su viejo amigo David Seidmann, profesor de Lengua y Literatura Francesa en la Universidad de Tel Aviv.
Llegó el 30 de septiembre. Los primeros días los dedicó a recorrer Jerusalén con una sed antigua, tamizada por sus muchos y quejumbrosos prejuicios.
Visitó el Monte Scopus, el Monte de los Olivos, pasó frente a la Iglesia de la Ascensión, el cementerio judío.
Fue a la Iglesia de Santa María Magdalena y al Jardín de Getsemaní, pero no entró.
Un mediodía —Shmueli recuerda el calor— fue a la tumba de Absalón.
Estuvo también en Belén, en la tumba de Raquel, la Iglesia de la Natividad y de regreso a Jerusalén rondó el pueblo de Abu Tor, que se asoma sobre el valle de Géhen.
Luego anduvo por el molino de Montefiori y la tumba del rey David.
Se paseó a lo largo de los muros de la Ciudad Vieja, deseaba ver todas las puertas —abiertas o cerradas—. Fue a la puerta de Sión, a la de Jaffa.
Hizo una visita furtiva al Muro de los Lamentos, donde pidió que no lo llevaran a más piedras excavadas.
En la Mezquita de Omar haría una petición semejante: «Vámonos enseguida, demasiados lugares santos».
El 8 de octubre se reencontró con Gershom Sholem, quien le dedicó un ejemplar de la edición francesa de Los orígenes de la Cábala (1966). También ese día envió lo que se cree fue el último documento dirigido a su hijo Eric. Era una tarjeta postal con una vista de la Ciudad Vieja de Jerusalén en la que decía: «Mi muy querido hijo:/ Jerusalén es una ciudad admirable —tú también vendrás a verla un día./ Espero estés bien./ Te abrazo./ Tú papá».
El 9 de octubre hizo una memorable y muy ovacionada lectura de sus poemas en la nueva Casa de los Periodistas —Beit Agron— en Jerusalén.
El 13 leyó en la Universidad de Haifa y asistió a una recepción.
El 14 pronunció un discurso ante a la Asociación de Escritores Israelíes, redactado ese mismo día, arrinconado contra todo lo que estaba viviendo:

«He venido a Israel a encontrarme con ustedes porque lo necesitaba.
Como rara vez ocurre con una sensación, después de todo lo visto y oído me domina el sentimiento de haber hecho lo debido; espero, que no solo en mi provecho.
Creo entender lo que puede ser la soledad judía, y comprendo, en medio de tantas cosas, también el agradecido orgullo de cada tallo verde plantado por vuestra propia mano, pronto a refrescar a todo el que pase por aquí; como comprendo la alegría por cada nueva palabra lograda, vivida y vivificada por vosotros mismos, que acude a fortalecer a quien se dirige a ella. Lo comprendo en estos tiempos de auge de la enajenación de sí mismo y de la masificación por doquier. Y encuentro aquí, en este paisaje exterior e interior, mucho de las compulsiones a la verdad de la gran poesía, de su propia evidencia y de su unicidad abierta al mundo. Y creo haber dialogado con la decisión serena y confiada de quien se afirma en lo humano. Gracias por todo esto, gracias a ustedes». (17)

Al día siguiente, el 15, ofreció una lectura en Tel Aviv, presentada por el poeta israelí David Rokeah. El público estaba constituido mayoritariamente por conocidos originarios de Bukovina, cuya actitud hizo sentir a Celan que habían ido a ver más a un compatriota célebre que a un poeta. Terminó esa lectura con el poema Imagínate y pese a las exigencias de los asistentes, se negó a leer su célebre Fuga de la muerte.
Ese encuentro fue particularmente desagradable para Celan. Reabrió algunas heridas, lo sumergió en una nostalgia que suponía cicatrizada. Fue el reencuentro con algunos conocidos del lar natal, con la infancia, la lengua culpable de su escritura. Fue descubrir que no lo conmovía tanto aquel país. Que no valía la pena —tal vez, sólo tal vez— morir en él.

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Después de aquella lectura en Tel Aviv, Celan pasó toda la noche llorando, según ha revelado Zvi Yavetz. Le dijo a David Seidmann —lo sabemos porque éste se lo contó en una carta a la artista Gisèle Lestrange, esposa de Celan—: «He vivido algunas cosas terribles esta noche».
Al día siguiente, sintiéndose acosado, muy angustiado, tomó la decisión de no prologar su viaje hasta el 20, renunciar a Masada y regresar de inmediato.
Ilana Shmueli cuenta que «Celan dejó Israel, marcado por todo el peso de su destino más personal, marcado de amor y preocupación por pensar que no podía hacer de aquel país el suyo. Sin embargo aquel viaje a Israel fue como un complimiento». (18)
Ya en París, habiendo digerido al menos algunos de los vértigos que lo acorralaron, escribió a David Seidmann: «Te había dicho… que soy un parisiense? He dejado de serlo; me cierro frente a las durezas de aquí… me alegro de haber estado en Israel y entre vosotros, me alegro de haber vivido tan intensamente, tan intensamente como hacia mucho que no vivía… Estoy pensando ya en volver, en seguir e ir más lejos, en los completamientos, las consumaciones. Hay todavía tanto por ver, tanto por escuchar».(19)
Ese deseo de regresar se lo reiteró a sus amigos Marta y Manuel Singer: «Seguro que voy a volver, y no sólo, por cierto, porque tengo todavía que ver tantas cosas. Necesito a Jerusalén, como la he necesitado antes de hallarla» (20)
A Shmueli le comentó: «Jerusalén me ha hecho levantarme y me ha dado fuerzas (…) París me deprime y me vacía. París, por cuyas calles y casas tanta locura, tanta carga de realidad he arrastrado durante todos estos años».
Sin embargo, esa nostalgia de Jerusalén pudo se aparente, un dolor forjado para ser poetizado. Una mezcolanza inquietante de paisajes exteriores e interiores —como dijo en su discurso—, cuyo mandato era prolongar la incertidumbre. Una más de sus tretas martirizadoras.
En el fondo Celan estaba seguro de que Israel no significaba una opción vital, aunque sí literaria. Nunca estuvo seguro de quererse despojar de aquello que lo hacia diferente: su lengua, ser exiliado, un extraño en todas partes. En Israel se hubiera difuminado en una masa informe de hacedores de una «nueva palabra lograda». Hubiera perdido su genealogía polifónica, convirtiéndose en un poeta hebreo como Yehuda Amijai, Dan Paguis, Natan Zach, David Rokeah o Tuvia Ruebner, escritores europeos a quienes conoció en Israel y que, efectivamente, no alcanzaron la fama y mucho menos la hondura de Celan.

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El 27 de octubre de 1969 Ilana Shmueli comenzó a recibir la serie de cartas junto a las que Celan envió cronológicamente la veintena de breves poemas que constituirían la segunda parte del libro póstumo Estancia del Tiempo.
En la primera de esas misivas, el poeta decía a su reencontrada amada:«Que Jerusalén habría de ser un cambio, una cesura en mi vida, eso ya lo sabía yo». Anexos estaban los dos primeros textos del conjunto, que delatan sin atajos que los poemas israelíes de Celan tenían presente en todo momento una figura amatoria, una “tú” reconocida que, por los vuelcos del lenguaje, se mezcla con el paisaje, los lugares de una añoranza presentida y un bagaje bíblico manejado con cruda naturalidad. Son esos poemas confesiones, bitácora de asombros, bocetos de una realidad. Celan efectúa con ellos una lectura hermenéutica de sí mismo: del que fue en Israel y de aquel en que se convirtió a su regreso. De ahí que Shmueli afirme tan rotundamente que esos poemas son el «Cantar de los Cantares Celanianos».

Estaba la pizca de higo en tu labio, estaba Jerusalén a nuestro alrededor, estaba el aroma de los pinos albares sobre el barco danés que regraciamos, yo estaba en ti. (21)

Si se revisa el itinerario seguido por Celan en Israel, si se entiende cuánto representó Shmueli para él, cuánto apostaba a ese redimensionado afecto, los poemas de Estancia del Tiempo resultan totalmente diáfanos, su significado se abre, aliviando a tantos lectores temerosos de la hermética coyuntura de la gramática de Celan.
Creemos, junto a George Gadamer que, «Celan ha hecho el máximo esfuerzo posible y, por eso, exige de nosotros el máximo y, a veces, más». (22)

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El ciclo de poemas israelíes concluyó cuando Ilana Shmueli, que había llegado a Paris en diciembre de 1969, regresó a Israel el 3 de febrero de 1970. El último de esos poemas fue escrito el 22 de enero:

Iluminados los gérmenes que en ti logré nadando, liberados a fuerza de remos los nombres que cruzan los estrechos, la palabra de bendición, delante, se cierra en un puño sensible a la temperie. (23)

Celan temía que con Shmueli se diluyera la memoria recuperada en Israel. Por eso le dice luego, en conexión con ese poema: «Cuánto tiempo pasará hasta mi próximo poema (…) Vida: habíamos dicho sí a Jerusalén y también a París. Nos guardamos para ello». (24)
En otra carta recibida por Shmueli apenas tocó suelo judío, Celan explica que «la poesía es una cosa precisa, una cosa infinitamente precisa». (25)
Celan sabía que un nuevo ciclo se asomaba a su labor poética, sólo que entonces no atinaba a vislumbrar que constaría de apenas unos pocos poemas más. En adelante el vacío, sus mutaciones psíquicas y la muerte, convocarían los salobres vocablos del silencio.

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Para Carlos Ortega, autor del fascinante prólogo de las Obras Completas de Paul Celan en español (Editorial Trotta), la visita del poeta a Israel no tuvo motivos concretamente sentimentales, pese a su no muy difundida relación con Shmueli: «Él había vivido ya como un desarraigado toda su vida, y no parece que la estancia en el Estado de Israel pudiera moverle políticamente más que a un entusiasmo que cualquier humanista podría compartir. En su viaje, preservó en todo momento su derecho a ser un extraño, a ser un judío distinto del que se esperaba que fuera. Tal vez el modo de ser judío de Celan se revele mejor en una fórmula que en una ocasión le escribió Jean Starobinski en una carta, y que luego el propio Celan retomó en su respuesta del 3 de mayo de 1965: "Querido amigo, me ha conmovido mucho el que, en un momento tan difícil para nosotros, usted nos —pues lo considero dirigido a nosotros tres— contara entre la comunidad de judíos que no son de rito, sino de corazón. Nosotros lo somos, créame usted, nosotros tres lo somos: Eric [su hijo], Gisèle [su mujer] y yo mismo". Esto explica la experiencia de su viaje a Israel y lo que debió de sentir. En su idea de la judeidad están todos los que le son próximos, por eso no duda en referir la fórmula de Starobinski a su mujer Gisèle, que era católica, y a su hijo Eric».
Ortega agrega que la estancia de Celan en Israel encarnó también el sentido de asistir a un memorial (utiliza la palabra inglesa, a falta de una más precisa en español), es decir, a un lugar donde se guarda la memoria de desaparecidos. «Él ya sólo quería ese diálogo con los muertos, con los muertos del Holocausto; creo que sus poemas también les toman, solamente a ellos, como interlocutores. Ésa es, asimismo, la grandeza de su obra en un tiempo de olvido y de amnesia de la historia». (26)

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Un cuerpo se descompone casi dos veces más rápido en el aire que cuando se halla hincado en el agua.
Y la descomposición en contacto con el aire es a su vez unas cuatro veces más vertiginosa que cuando el cuerpo sucede bajo tierra.
La profundidad vierte clemencia en la carne, resguarda de ciertos pronombres umbilicales.
De allí que Paul Celan, acuático en sus plurales, decidiera culminarse en la falsa placidez del río Sena y no en la meseta de fieras rocas de Masada.
En París / No en Israel.
De un puente colosal / No de ruinas.
De un salto preciso / No arrastrado por la ventisca del desierto.
De muerte primordial / No de polvo sofocado.
En la imperfección urbana / No en la perfecta comarca impuesta por dios.
Cerca / No lejos.
Pronto / No carente.

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El agua, sabiduría intuitiva de los hombres, disuelve y a la vez propicia el renacimiento. Es sepulcro cálido, amansador.
La tierra, en cambio, columpia con ahogos tardíos. Recuerda un origen desleal, de fecundidades someras.
Celan muerto en el río se hizo insobornable, irreversible.
Celan muerto en los riscos de Masada se habría convertido en roca, olvido.
El Celan de agua perpetuó la cautelosa tradición de Occidente: el suicidio como revés.
El Celan de tierra habría parecido demasiado apasionado, irreverente, sacrílego, calumniador. Un impostor.

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¿Alguien vio a Paul Celan caminar por la avenida Emile Zola el 20 de abril de 1970?
¿Alguien lo vio desprenderse del hierro verdoso y magnífico del puente Mirabeau?
¿Alguien atisbó su cuerpo deslizándose hacia las corrientes del sur?
¿Y en Masada, acaso alguien habría detenido su vuelo por los aires encendidos?
¿Alguien habría evitado que su cuerpo permaneciera por siglos como fango de aquel horizonte involuntario?
Nada sabemos. Nada sabremos ya.
Queda, sin embargo, la gravedad de su temperie, lo profundo de su candente texto en blanco, la frágil misericordia de la historia.
Queda intuir —¿predecir?, ¿argumentar?— que si Paul Celan hubiese conocido Masada, habría querido suicidarse en Masada.
Y su último poema habría sido una plegaria. Tal vez, sólo tal vez.

Notas
(1) Correo electrónico enviado por Ilana Shmueli a la artista venezolano israelí Lihie Talmor el 23/09/2004 como respuesta a una serie de interrogantes que le fueron formuladas especialmente para este trabajo. Talmor a petición mía, estableció contacto con Shmueli en Israel en agosto del 2004. La visitó al apartamento donde no hacía mucho se había mudado en Jerusalén: «Es un mujer bella, aún con la edad que tiene. Lúcida. Con un brillo azul espectacular en los ojos y un humor muy ácido».
Talmor le hizo algunas preguntas, pero Shmueli se limitó a repetir lo que ya está en su libro. Casi antes de despedirse, Talmor le preguntó si le había extrañado el suicidio de Celan, y ella con la cabeza, dijo que no.
(2) Josefo: 451
(3) El suicidio colectivo en Masada es un tema rodeado de controversia. El rabino Pynchas Brener señala que hay muy diversas teorías sobre el mismo:«Según Trude Weiss-Rosemarin este suceso es el producto de la deliberada imaginación de Josefo Flavio para explicar su propia actuación que fue la de invitar a sus compatriotas al suicidio en Jotapata. Ella opina, por lo tanto, que la realidad histórica es otra y que los defensores de Masada escaparon o murieron defendiendo la fortaleza.
»Dado que los datos históricos son incompletos, y la época en cuestión es remota de la actual, han surgido una diversidad de opiniones. De acuerdo a Sidney Hoenig, por ejemplo, los ocupantes de Masada no habían sido los Celotas sino los Sicarios.
»(…)Otros historiadores consideran que los Sicarios eran en realidad un grupo de extremistas pertenecientes a los Celotas, y no un agregado de militantes totalmente aparte. Su obsesión con la libertad no estaba necesariamente en oposición al punto de vista de los rabinos.
»En el moderno Israel, algunos consideran el suicidio de Masada como una muestra de debilidad, de cobardía y falta de decisión para enfrentar al enemigo. En la opinión de muchos, es preferible morir luchando pero no sin antes haber quemado el último cartucho. Esta reacción está matizada por los sentimientos colectivos de culpa de no haber respondido con mayor vigor y valentía a la brutalidad nazi de unas décadas atrás». El Nacional, 06/12/1996.
(4) Información dada por Ruth Lackner a Israel Chalfen, aparece en su libro Paul Celan: Eine Biographie seiner Jugend, Frankfurt a. M., 1993. Citado por Felstiner, pag. 81.
(5) Felstiner: 81.
(6) Felstiner: 101.
(7) Felstiner: 319
(8) Felstiner: 83
(9) Celan, 2002: 47
(10) Celan, 2002: 310
(11) Felstiner: 334.
(12) Señala Felstiner (pag. 334): «Celan publicó Imagínate en Zurich, y salió dos veces en la prensa judía de habla alemana en Israel. También se lo mandó al poeta israelí nacido alemán Natan Zach, que lo tradujo, revisó su versión con Celan, y lo publicó en el principal diario de Israel (Haaretz, 18/08/67). Más adelante, aquel mismo año, apareció en Alemania».
(13) Celan, 2002: 216
(14) Celan, 2002: 467
(15) Felstiner: 357.
(16) Shmueli: 28.
(17) Celan, 2002: 511
(18) Shmueli: 33.
(19) Felstiner: 365.
(20) Felstiner: 365.
(21) Celan, 2002: 439
(22) Gadamer: 129.
(23) Celan, 2002: 447.
(24) Shmueli: 69.
(25) Shmueli: 70.
(26) Texto escrito por Carlos Ortega especialmente para este trabajo. Enviado a través de un correo electrónico el 26 de agosto del 2004.

Bibliografía
CELAN, Paul. Obras Completas. Editorial Trotta. Madrid, 2002.
CELAN, Paul. Obra Póstuma. Editorial Trotta. Madrid, 2003.
CELAN, Paul et CELAN-LESTRANGE, Gisèle. Correspondanse. La Librairie du XXIe Siècle. Editions du Seuil. Paris, 2001.
FELSTINER, John. Paul Celan: poeta, superviviente y judío. Editorial Trotta. Madrid, 2002.
GADAMER, Hans-George. Poema y Diálogo. Editorial Gedisa. Barcelona, 1999.
JOSEFO, Flavio. Obras Completas. La Guerra de los Judíos. Tomo IV. Colección Valores en el Tiempo. Traducción del Dr. Luis Farré. Acervo Cultural Editores. Buenos Aires, 1961. (Capítulos VIII y IX) Pags. 445-457.
SHMUELI, Ilana. Di’ che Gerusalemne è. Su Paul Celan: ottobre 1969 – aprile 1970. Quodlibet. Italia, 2003.



© Jacqueline Goldberg Publicado en la revista Conciencia Activa 21, No. 8. Abril, 2005.

¿Identidades, errancias, dislocaciones?

Grabado de LIhie Talmor


( )
No me basta la memoria insidiosa de haber abandonado una ciudad, ni saber que provengo de parentelas huidizas. Me es insuficiente migrar por las habitaciones abandonadas en busca de aquella que acorteje los fértiles engaños de la mañana.
No me basta —nunca me bastó, pese al diámetro de las alegrías— soportarme en un mismo lugar, creerme custodia de una fijeza.
Pienso con frecuencia en partir, huir, exiliarme, rendirme.
En hacerme lejura.
Donde sea apta y prolija.
Donde se amansen las carencias.

¿Dónde?

Quizá donde ninguno de los míos estuvo.
Donde se aprende la mugre.
En una ciudad del sur continental, en los peñones rojizos del norte, en las nieves infundadas.
O en una isla en mitad de la limpidez.

Lástima que las Islas Azores —tan míticas, tan venteadas de asombro— signifiquen oscuro para los míos: un avión azotado por la lluvia, sesenta cadáveres, el canto último.
Lástima que no pueda dejar de pensar en su derredor acalambrado, idóneo para revertirme.
Allí nadie me conoce.
Son islas prendadas de nada, paridas por el fuego, abruptas, impías.
Sus montes petrificados sucumben a magníficas tempestades, como las que habrá de esparcir el fin del mundo.
Es sitio para reinventarse y acabar.

«La identidad es, a fin de cuentas, lo que uno escoge ser». (Edmond Jabès)

Por eso escogería —si quisiera, si algún día pudiera— ser de las Islas Azores.
Harta como estoy de la inalterable estrechez de mis lares, me instalaría al principio en Santa María, la más oriental de las ínsulas.
Luego, llevada por un ansia de no perseverar, me iría deslizando por las atávicas excepciones verde azuladas de aquel archipiélago siniestro y maravilloso.
Viviría por periodos en San Miguel, San Jorge, Terceira, Pico, Faial, Corvo y Flores.
Las estancias más largas las pasaría en Graciosa —la isla más pequeña e inquietante—, contemplando su laguna prisionera del fondo pardo del volcán.

Se trata de expiar mi rotundo deseo de forjarme a conciencia.
Sin escrúpulos mal nacidos de una pequeña sangre.
Sin reincidencias ni agonías estivales.
Jugando a los ocultamientos, las predicciones, los falsos hallazgos.
La soledad absoluta.
Fiel a lo entendido.

( )
¿Podría inventarme una memoria, una nostalgia, incluso un dolor?
¿Sentirme huérfana e inadvertida?
¿Olvidar de dónde provengo y construir una identidad: con otra casa y un patio; un cielo interior; amores; calles desaventajadas; viajes y abandonos?
¿Hacerme costumbre y usarme en ella, aunque se me arrojen dudas, tropiezos, infortunios mal conjugados?
¿Ser de nuevo raíz?

( )
Podría confundir al otro. Lo sé.
Decir que provengo de donde no soy.
Padecer un pretérito que no me acontece.

«En el poema la lengua se sosiega y el hombre vive calmado por un instante en el silencio». (Gottfried Benn)

En el poema pertenecemos a una identidad extraviada,
que jamás tuvimos,
que añoramos.
Que crece y se oculta, reaparece e impreca, a sabiendas de que el poema es un espacio de certezas y constancias.

En el poema se forja la identidad del poeta,
pero el poeta tiene la potestad de forjar una identidad en el poema.

( )
¿Es el poeta un fingidor?
Pues sí.

«Escribo mi deseo de ir más allá del libro,
más allá de mi vida en otra vida».
(Mark Strand)

«Yo nací en el libro. Crecí en el libro. Moriré en el libro. No he conocido otras moradas, otros caminos, otros paisajes ni otro cielo». (Edmond Jabès)

( )
«El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre». (Heidegger)
En ese lenguaje el poeta puede disentir y poblar, vivirse, desterrarse, repatriarse.
Olvidar.
Dislocarse.

( )
No todo poeta es un topógrafo apócrifo, no siempre alberga una huida.
Hay poetas que renacieron en todos los lugares a la vez, cuyas palabras subsisten enlutadas de distancia.
Poetas diaspóricos,
herederos,
mudados,
exiliados,
desterrados,
refugiados,
peregrinos,
repatriados,
desplazados,
desamparados,
anhelantes.

Poetas cuya identidad guarda señas de ajenidad y desconsuelo.

( )
Dice Cristina Peri Rossi en el prólogo de su libro Estado de exilio que si «el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario».
Y lo es.
Es el género de la dislocación primigenia.
El exilio —aunque terrible y perverso— cuando se inmiscuye en los territorios devastados de la poesía, irrumpe como un género superior que perfila muy claramente a un forjador de identidades: el poeta de la errancia.

Así pues, los poetas de la errancia no hablan lenguas extrañas, no habitan una casa nueva, no escriben cartas desconsoladas, no son sobrevivientes. Peor aún, tienen la rotunda obligación de dar genealogía a una palabra, someterse a intempestivas mudanzas, escribir misivas que jamás serán condonadas. Son sobrevivientes de una tragedia que sólo comprenden a medias, culpables y lacerados, silenciosos, diletantes.
Los poetas de la errancia no han pasado hambre. No siempre sus cuerpos variaron en el frío del viaje. Exiliados de todo porvenir, asumen un vocablo propio, se inventan un barco, un tren, una tristura. Caminan desleídos por las rampas de una ciudad que nunca han visto, preguntan por una puerta que no existe, perdieron sus vestigios cardinales.

Sin embargo, son los poetas de la errancia aquellos que mejor comprenden el alma, pues todo hombre ha perdido o perderá una patria.

«Partir
es siempre partirse en dos».
(Cristina Peri Rossi)

Pero aflige más esa partida cuando no se ha partido de verdad, cuando nada conduce ni arrasa. Cuando no hay océanos redentores.
Porque quien jamás ha partido trasluce una nostalgia aún más vasta, una ausencia, una diferencia.
Una dislocación que fragmenta y condena irreversiblemente.

«¿Quién escribirá jamás la errancia? –Ella se escribe con nosotros». (Edmond Jabès)

( )
Este libro, esta conjunción de errantes, propone una relación metafórica y alusiva a múltiples nociones: lugar, hogar, tribu, lar, casa, pertenencia, errancia, desarraigo, familia, tierra y memoria.
Vocablos todos imprescindibles de una poética de la identidad, de un credo siempre irresoluto, precoz, tartamudo.

( )
Hay una identidad anterior a la errancia: intrínseca, filigrana de pérdidas aún no infligidas.
Identidad desde la que el poeta se reconoce como exiliado.

«La lengua tiene como lugar la lengua. El exilio de la lengua es la condición del exiliado». (Edmond Jabès)

Volvemos a Heidegger, al espejeado abandono: el del paisaje propio y el del que se formula en el poema.
El poeta yace en ese exilio, se alimenta de él, le sirve para desertar de sí mismo.
El poeta inventa patrias portátiles con vocablos sumergidos en una materia que se nutre de los hartazgos, la melancolía, el deseo de no desear más.

El exiliado «es el devorado, devorado por la historia». (María Zambrano)

Qué importa cuál sea el credo del poeta, cuántos sus exilios, cuán eclipsadas sus interrogantes.
El poeta siempre está de regreso. Y esa vuelta —aún de sí mismo o de nada— implica una despedida y por tanto un horror.

«(…) la poesía siempre es regreso: regreso al lenguaje». (Hans-George Gadamer)

El lenguaje deviene fe impostergable que obliga al poeta a completar un periplo: despedirse - partir - sufrir nostalgia - apropiarse de nuevos entornos - volver - sufrir el regreso - desear de nuevo la partida - apuntalar la nostalgia.
Todo eso en los confines de un lenguaje partícipe o no de un referente real.

Esa carencia de una patria única, conduce al poeta a liberarse, a enaltecer la materia de su creación.

«El regreso es conocimiento (…) el regreso se convierte en recogimiento». (Hans-George Gadamer)

«Regresaré al poema como a la patria a la casa
Como a la antigua infancia que perdí por descuido
Para buscar obstinada la sustancia de todo
Y gritar de pasión bajo mil luces encendidas».
(Sophia de Mello Breyner Andresen)

( )
¿Y el lector? ¿Qué de su credo insuficiente, su propio desaguarse?
El lector es también un errante, por eso lee.
No escribe, pero hurga; no forcejea con el lenguaje, pero recae en un cierto afán de reveses.
Necesita un océano sin orilla, frente al que aguardar impropias palabras.
El lector a ratos es poseído por sus culpas y la errancia del poeta lo predispone a un habla de herejías, donde la escritura desune, predispone, calcifica.
Entonces pasa la página, ansía otra escritura, persigue las razones de su propia y dolorosa extranjeridad.

El libro es la razón.
Cuando se carece de argumentos propios, el libro salva.
La migrancia del otro es un cuaderno parpadeante,
un contratiempo,
la noche.

Llora quien escribe, pero también aquel que se escribe en una lectura.
El desasosiego recrudece con ciertos pronombres diastólicos.
El lector es un náufrago de su propia pesadilla.
Por eso acumula víveres ilegibles.
Y tiene un poema predilecto,
una casa en la que no fallan los augurios,
plegaria orfebre del primordial domicilio.

«No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía». (Marguerite Duras)

( )
Acaba mi anhelo, la andadura.
Soy ya por siempre de las Islas Azores.
También de los predios inconsolables del país natal.
Y de las patrias derruidas de mis ancestros.
Y, sobre todo, del poema en el que nada soy.

Me diré en lenguas tardías, acunada acaso por el zarpazo púrpura del silencio.

Adoptaré un resquicio para pronunciarme de nuevo:
«Eu regressarei ao poema como à patria à casa».
(Sophia de Mello Breyner Andresen)

Aunque el poema desobedezca,
nos invada con un paisaje demasiado ausente.
Aunque mi escucha sea un relámpago.

Maracaibo/ Caracas, enero 2006

© Jacqueline Goldberg Prólogo al libro Fe de errantes, 17 poetas del mundo, compilación de Lihie Talmor y Edda Armas, publicado por Otero Ediciones. Caracas, 2006.
http://www.oteroediciones.blogspot.com/



Grandes poetas menores: una personal colectánea


Como parte de mi flirteo con la narrativa, practico una tímida calistenia escritural y colecciono poemarios escritos por narradores. Mi escritura aguarda aún la paciencia, pero el anaquel de la biblioteca que sostiene esos poemarios, es un jadeante enfilamiento de asombros que se ha distendido con los años, defendiéndose de las mudanzas, las limpiezas a fondo e incluso las mutaciones de mi muy sagitariano deseo.
La colectánea de la que hablo —situada muy cerca de la repisa donde se hallan diccionarios y libros religiosos— es menos que ortodoxa. Los poemarios de narradores, adquiridos al principio como una rareza editorial, están custodiados por cuentos y novelas de poetas que me intrigan. También hay en ese terraplén lecturas aún menos encasillables: novelas que se me antojan largos poemas y poemarios que leo como cuentos. Por último, he recaído en la tentación de acopiar libros que resultan inclasificables desde la apariencia de sus páginas.
Confieso que ese anaquel se fue alzando sin teorización alguna, lejos de las modas, las consejas amigas o los preceptos aprendidos en la universidad. Estaba ahí sin que nadie exigiera justificación. Pero de pronto, al verme obligada a dar cuenta de las pulsiones de mi anhelo lector, me pregunto si los más preciados libros de mi biblioteca ruedan a ciegas por el canto de la reglas.
Asumo que el asunto de los géneros preocupa y ocupa muy seriamente a los críticos, superando las clasificaciones, los nombres, las esencias idóneas. Si me interesara, trataría aquí de ahondar en la interioridad pura de los textos, saber cuál es la relación que une a un texto con un género, qué ocurre con el debate epistemológico y ontológico. Podría, si me interesara, extraviarme en teorías nominalistas, decir que el género es una configuración histórica concreta y única y que el tema se clausuraría si lo asumimos como un simple postulado de exterioridad, una necesidad clasificatoria de los bibliotecarios, una construcción dada a partir de una proyección retrospectiva, una entidad extratextual, etcétera, etcétera, etcétera.
Aunque semejante forcejeo teórico no me seduce, no obvio que el tema de los géneros es álgido e irresoluto, y que yo misma, sin quererlo, he fundado una anaquel de rarezas, transgresiones, objetos sumadores de interrogantes. Los poemarios de los narradores fueron al comienzo de mi gesta una suerte de trofeos de excentricidad, hallazgos para un futura obsesión. Aún así comencé a vislumbrar que se trataba de una tristísima contabilidad de autores consagrados que, a la par de exitosos libros narrativos, han hilvanado un trabajo poético de gran envergadura, pero de escasa relevancia social y comercial. Esos “grandes narradores” son también “grandes poetas menores” que más allá —y a pesar— de su vigorosa novelística o cuentística se consideran a sí mismos “poetas”, haciendo de la poesía un espacio de certeza, intimidad y trascendencia.
Inventariemos unos pocos nombres, quizá los más obvios, los más traducidos al español, los más antologados. Narradores que hasta han obtenido un Premio Nóbel por sus novelas, pero cuyos libros de poesía contienen casi siempre preámbulos quejumbrosos.

Empecemos por Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro y Dr. Jekyll y Mr. Hide, contundentes novelas que han restado visibilidad a su impecable poesía.

James Joyce, por ejemplo, se avocó la poesía prácticamante durante toda su vida, por lo que sus temas, estilos y puntos de vista variaron mucho con el paso de los años. Hay quienes señalan que Joyce se vio escindido en su juventud entre sus tendencias poéticas y prosísticas, pero que con el tiempo ambas se unieron armoniosamente en su Ulises, que junto a sus otras grandes novelas sin embargo no contuvieron la necesidad del autor de continuar escribiendo poesía. José Antonio Álvarez Amorós concluye en su estudio preliminar de las obras completas de Joyce en español que “la importancia de Joyce en el panorama literario del sigo XX hubiera sido ínfima de haberse basado únicamente en su obra lírica” y habla de sus versos como intrascendentes y repletos de sentimentalismos, en los que el autor no virtió “siquiera un retazo de la genialidad que esmalta su narrativa”. Sin embargo, sus poemas reflejan una voluntad lírica en la que puede rastrearse su preocupación los por los temas del exilio y las lecturas de autores clásicos que lo influyeron.

De D.H. Lawrence se ha dicho hasta el cansancio que es “mal poeta”, pero no como resultado de una lectura conciente sino de las sombras propinadas por su célebre novela El amante de Lady Chatterley. Su poesía discurrió paralelamente a sus novelas, cuentos y ensayos, con un tono telúrico y universalista.

Djuna Barnes, escribió poesía todos sus días y en especial durante los últimos, que pasó encerrada y enferma, dedicada a la escritura poética. De todas maneras se le recuerda por su novela El bosque de la noche, editada por T.S. Eliot, quien valoró sobre todo sus recursos poéticos, aunque luego recomendaría a la autora restringirse a la prosa. En uno de sus cuentos Barnes define la poesía a través de un personaje que dice: “!Ah, ese poema, ese breve trozo de poema! Es una cosa muy conmovedora, densa, dulce, un fragmento de lenguaje. Te hace sentir piedad en todo el cuerpo, porque es completo pero mutilado, como una estatua griega, y sin embargo, intacto, como la vida”.

Otro narrador que engrosa mi ecléctico y antojadizo anaquel es Vladimir Nabokov, para quien la poesía fue el espacio de soñar el reencuentro entre la creación y su país natal, por lo que sus poemas iniciales están llenos de una nostalgia que iría decantándose hasta llegar a un estilo que el autor calificó de “duro”. La poesía de Nabokov padece un doble ensombrecimiento: el provocado por la notoriedad de los poetas rusos del siglo XX (Ajmatova, Tsvietaieva, Maiakowski) y el que le arroja la brillantez de su propia obra narrativa, sobre todo su novela Lolita, escrita a su llegada a Estados Unidos tras un largo periplo de exilado. La novela fue llevada al cine por Stanley Kubrick con guión del propio autor y Lolita se convirtió en sinónimo de belleza, seducción y pedofilia, una suerte de artefacto verbal que ha pasado al sistema de referencia del habla popular.

En la bibliografía de Marguerite Yourcenar no suele incluirse su obra poética, que si bien fue escasa y publicada sobre todo en revistas, es íntima y sugerente, aunque opacada por Memorias de Adriano y sus otras novelas y ensayos, y por su entrada triunfal a la Academia Francesa de la Lengua —fue la primera mujer en hacerlo. Aunque la poesía está inserta ya en sus Memorias de Adriano como un sector de confluencia del alma y el lenguaje, en sus tres libros de poesía (El jardín de las quimeras; Los dioses no han muerto; y Las caridades de Alcipo) Yourcenar se llena de sugerencias y un lenguaje preciso, acentuado por la intimidad.
La poesía de Samuel Beckett, célebre por Esperando a Godot o Malone muere, ha sido poco revisada, siendo la suya una poética que ha sabido llegar a las últimas consecuencias del lenguaje. Señala el poeta Jenaro Talens en sus notas preliminares a una traducción de la Obra Poética Completa de Beckett que el autor “no es un novelista o dramaturgo que en determinada época de su vida escribió poesía, sino esencialmente un poeta que ha utilizado los diferentes géneros literarios para expresarse”.

En el caso de Malcom Lowry un solo libro, Desde el volcán, ha sido capaz de desechar una obra poética de peso, que refleja con la misma intensidad que la prosa las vivencias y emociones del autor. Sus poemas dan cuenta de todo el recorrido vital y literario de Lowry hasta el punto de que uno de sus últimos poemas habla del éxito y los desastres propiciados por la aparición de su novela y titulado muy precisamente Tras la publicación de “Bajo el volcán”. Escribe: “La fama como un borracho consume la casa del alma/ Revelando que sólo has trabajado para eso—/ ¡Ah!, si yo no hubiese sufrido su traidor beso/ Y hubiese permanecido en la oscuridad para siempre,/ hundido y fracasado».

Primo Levi es el caso del narrador que confina su obra poética. Escribió poesía desde que salió del campo de concentración de Auschwitz, hasta tres meses antes de suicidarse en 1987 en su Turín natal, pese al vaticinio de Adorno de que nadie más escribiría poesía después de Auschwitz. Sin embargo, publicó un solo libro de poesía, A una hora incierta, en 1984, que llegó al español apenas el pasado 2005. Esa estaticidad editorial obedeció a que el propio Levi percibía la poesía como fugacidad, momento privilegiado pero escurridizo, que llegaba “a una hora incierta”.

Augusto Roa Bastos es otro de los narradores que atravesaron la literatura cobijados por los latidos de la poesía. Autor de la emblemática novela Yo el supremo escribía ya poesía cuando apareció su primer libro de relatos en 1953, aunque publicó tan solo tres poemarios (El ruiseñor de la aurora, El nido de la alegría y El naranjal ardiente, en 1942, 1944 y 1960). El Premio Cervantes, fallecido en el año 2005, abandonó la poesía como estructura formal, pero continuó destejiendo metáforas y torrentes poéticos en toda su narrativa. Quizá su poesía carece del brillo de su prosa, pero no por ello desmerece su lectura. Se trata, una vez más, de una poesía arropada por una narrativa monolítica en la historia de la literatura hispanoamericana.

Günter Grass ha escrito poesía toda la vida, su arribo a la literatura ocurrió precisamente a través de la poesía. De hecho, el autor de El tambor de hojalata y El rodaballo, tiene corpus poético nada despreciable, que supera la media docena de poemarios. Grass, que se autodefine como “poeta de circunstancia”, es en realidad un creador que no admite disyuntivas genéricas: dibuja, hace escultura y sus novelas contienen poemas. Él mismo ha comentado que la poesía es “el instrumento más exacto para conocerme de nuevo, para tomarme nuevamente el pulso”.

La situación del norteamericano John Updike es también sintomática. Cuentan que de joven escribía poemas cada vez que caía enfermo. Pero ese antídoto contra la cama pronto se convertiría en una muy seria propuesta estética que ha dado como fruto lúcidos poemarios al mismo tiempo que novelas muy leídas. Cuando Updike sacó a la luz su segundo poemario, Postes de teléfono, ya era el muy reconocido autor de la novela Corre conejo. Su poesía supo siempre entrecruzarse sabiamente con su prosa, generando poemas reflexivos pero de tono narrativo y lúdico. Conciente como estaba de su trabajo poético, Updike —a quien Pitchard tildó de “poeta anómalo e inclasificable”— señaló en una entrevista en 1968 “me gustaría merecer el honroso apelativo de poeta”. También ha señalado que quizá su obra poética merezca ser ignorada: “Aunque no creo que los que deciden qué es poesía que merezca la pena leer son, mayormente, gente que le ha dedicado sus mayores esfuerzos, y a alguien que escribe poesía de forma ocasional se le mira con sospecha… De alguna forma, las necesidades de mi carrera… me han hecho no dedicarme tanto a la creación poética. Pero no me siento, por supuesto, avergonzado de mis poemas”.

Para concluir esta rebatible enumeración —a la que en otra oportunidad añadiré más nombres de la literatura hispanoamericana— me permito convocar el nombre de Winfried Georg Sebald, cuya estrepitosa muerte en el año 2001 no nos dejará saber ya si hubiese habido un poesía suya junto a novelas como Los emigrados o Austerlitz. Sin embargo, nos queda Del natural, magistral y gélido texto que han temido calificar como poema narrativo, editándose en una colección de narrativa aún cuando el mismo Sebald lo subtituló “Poema rudimentario”. Paradójicamente, este libro fue el primero que escribió y el último que consideró publicar. Es como si la poesía fuese comienzo y final, serpiente que se muerde la cola tras un recorrido abnegado y fallido por el antojo de lectores que, como yo, valoramos la existencia de un saber poético y un saber narrativo no necesariamente discernibles, clasificables, denotables.
Quedaría dilucidar las tensiones que conducen al escritor a bifurcar su necesidad discursiva. Narrativa y poesía obedecen a conciencias absolutamente distintas, pero también a dictámenes exógenos como lo son el tiempo y el espacio en el que se oficia la palabra. La poesía es el lugar de la fe, la narrativa el de la certeza. La poesía reivindica la confesión, la desembocadura del espíritu, el silencio, el fin de los acatos. La narrativa, en cambio, predispone a la mirada atenta, la realidad, su ruido. La poesía condensa, la narrativa expande e incita a la máscara. El puente entre ambos géneros se construye desde la conciencia del lenguaje. El salto del narrador hacia la poesía es siempre huida, necesidad de disolución, una estrategia para fracturar las formas acotadas de la comunicación convencional. Dice Herman Broch en su inclasificable obra La muerte de Virgilio: “El arte genuino rompe los confines, los atraviesa y va por nuevos, hasta entonces desconocidos, ámbitos del alma, de la vista, de la expresión, penetra en lo originario, en lo inmediato, en lo real”.

Frente a la interrogante de porqué no ceñirse a un solo género, muchos narradores que escriben poesía señalan, como lo ha hecho Czeslaw Milosz que, si bien existe una crisis entre la prosa y la poesía, esa crisis debe ser aceptada “únicamente como una crisis entre la voluntad propia e individual y el fatalismo en la que gravita”. La española Luisa Castro —sospechosamente mejor poeta que novelista—, defiende el placer de la escritura y como tantos otros creadores tan prolíficos en narrativa como en poesía prefiere fórmulas sencillas: “Hay novelistas que son novelistas y punto, y poetas que son poetas y punto. Y hay otros que hacen esto o lo otro dependiendo de lo que les apetezca en ese momento”.
Cabe preguntarse quién o qué minusvale o niega la poesía del narrador: ¿acaso la desmesura de los críticos que ponen y quitan nombres de la historia?; ¿acaso el mercado editorial, que pretende erigirse como espejo del conglomerado social?; ¿acaso los lectores, que prefieren los mecanismos anónimos antes que el incisivo diálogo interior que propone la poesía?; ¿acaso el azar, el propio autor? En ciertos casos es la conjunción de todo, pero lo que parece constante es la asunción generalizada de que la poesía no interesa. Al menos, de que no interesa sino para dar cierto soporte estético y lúdico al entramado sociocultural, pues la poesía no se vende, ni se lee, ni se respeta. Y frente a tan avasallante y criminal conclusión, qué importan las definiciones genéricas. La poesía y todas aquellas formas de medianía, donde se difuminan las fronteras literarias, permanecen aún en los subsuelos de los discursos legitimadores, lejos de los mesones de novedades y las cifras exitosas, ausente de los presagios y la necesaria sed de belleza, que nada tiene que ver con la imprevisible temporalidad del entorno social. El poeta es un extranjero, un errante cuya identidad guarda señas de desconsuelo. No son los “grandes narradores” “poetas menores”, es la poesía toda, con su pequeña gran verdad a cuestas, un género de exilios, minorías, fugas y dislocaciones; un género que por incómodo y visionario lo pone todo en entredicho, incluso la conciencia, la palabra y las grandes conmociones humanas.

Bibliografía
BARNES; Djuna, Poesía reunida 1911-1982. Igutur/Poesía. Madrid, 2004.
BECKETT, Samuel. Obra poética completa. Hiperíon. Madrid, 2002.
BROCH, Herman. La muerte de Virgilio. Alianza Editorial. Madrid, 1995.
GADAMER, Hans-Georg. Poema y diálogo. Gedisa Editorial. Barcelona, 1999.
GENET, Gérard, JAUSS, Hans Robert y otros. Théorie des genres. Éditions du Seuil. New York, 1986.
GRASS, Günter. Poemas. Colección Visor de Poesía / Alfaguara. Madrid, 1994.
JOYCE, James. Poesías completas. Colección Visor de Poesía. Madrid, 1987.
LAWRENCE, D.H. Poemas. Editorial Argonauta. Barcelona, 1980.
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NABOKOV, Vladimir. Poemas desde el exilio. Editorial Pre-Textos. Madrid, 2001.
SEBALD, W.G. Del natural. Anagrama. Barcelona, 2004.
STEVENSON, Robert Louis. Poemas. Hiperión. Madrid, 2000.
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YOURCENAR, Marguerite. Las caridades de Alcipo y otros poemas. Colección Visor de Poesía. Madrid, 1990.
ZAMBRANO, María. Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica. México, 2001.


© Jacqueline Goldberg
Este texto constituye un ensanchamiento —no definitivo— de la ponencia presentada en el XI Encuentro Internacional de Escritores, realizado en Monterrey, México, entre el 5 y el 7 de octubre del 2006. Publicado en la revista Conciencia Activa 21. No. 16. Abril del 2007.

Las memoriosas tácticas de la Diáspora

Poesía judeolatinoamericana
del siglo XX


I
Me gusta la palabra Diáspora. Me fascina el aleteo con que su sonido retumba en mi lengua. Esa manera suya de golpear contra las muelas y escabullirse por entre los labios medio cerrados. Me obsesiona la materialidad de la palabra Diáspora. Y lo que en ella hay de incompleto. Me deleita lo que dice y no dice de mí. Lo que oculta. Aquello que convoca a la luz de los calendarios, los álbumes de familia, las grandes épicas rubricadas en los libros de historia, las íntimas pesadillas.
Pero sobre todo, me inquieta que Diáspora sea el pasadizo más perfecto para adentrarse en los sótanos del alma judía que habita en América Latina. Es desde esa cavernosa y mítica palabra que puedo incluso explicar mis propios reveces, la saga judía más allá de la Biblia y el Talmud, los desiertos y los guetos.


II
El término Diáspora viene del griego y significa “dispersión”. Aunque válido para la vastedad de los entendimientos, suele usarse para designar muy precisamente la dispersión del pueblo judío fuera de la ancestral tierra de Israel.
Diáspora es un concepto que existe desde hace veinticinco siglos para los judíos, cuando se iniciaran las deportaciones babilonias de Senajerib y se produjera el exilio de las gentes de Judea a Egipto y Babilonia. Luego vendrían los abandonos bajo los romanos y bizantinos, las despedidas de los palestinos en épocas de sequía. Y mucho, mucho después, la salida de los judíos de España y los arrebatos de las Guerras Mundiales que terminaron de salpicar a los descendientes de Abraham por el mapamundi. Con la creación del Estado de Israel, en 1948, la idea de Diáspora se afianzó aún más y desde entonces quienes moran fuera de la Tierra Prometida sólo pueden ser entendidos como vástagos diaspóricos, perennes soñadores del momento de retornar a Israel.
Pero cuando se habla de Diáspora no siempre se hace referencia a un exilio forzoso, a persecuciones o a migraciones de sobrevivientes. Hay viajes necesarios, deseados. Hay viajes que aligeran los equipajes y la piel. Sin embargo, la violencia implícita en abandonar la tierra natal siempre se convierte en dolor: Diáspora es sinónimo de nostalgia, pérdida, destierro, anhelo, utopía, marginalidad.
En todo caso, el sentido de la Diáspora forma parte de la genealogía de todo judío, es una huella indeleble que va tallando los rostros, la manera de hacer y decir, la capacidad de adaptarse a lo ajeno, el humor, la forma de construir el olvido y la memoria.
El mundo del hombre judío no puede explicarse sino desde el sentimiento de estar y no estar a la vez, de una doble identidad en perpetua ejercitación de la remembranza. Y esto va unido a los irreversibles atajos de la extranjeridad. El judío siempre es un extranjero, aún después de haber vivido siglos en un país. Conciente o inconscientemente, el judío va arrojando por donde transita señales de que acaba de llegar y de que quizá algún día habrá de irse.


III
Es más que necesario recaer en la manida metáfora de que América Latina es el territorio de las multiplicidades culturales, la heterogeneidad y lo inexplicable para entender cómo el judío —también diverso— ha conseguido vivir en medio de la dualidad. Las comunidades judías han proliferado como acogedores guetos en medio de las pampas, los montes andinos, la selva amazónica, las costas caribeñas, con el propósito de salvaguardarse de la asimilación y la extinción. Las comunidades judías del continente —hoy suman más de medio millón de personas— subsisten bajo las ventiscas con la doble capacidad de seguir siendo extranjeras al tiempo que forman parte ya inextirpable del paisaje. Quizá es que nadie en América Latina puede jactarse de ser prolongación de la tierra que pisa; que todos, de alguna manera, somos extranjeros.
Pero el judío es en América Latina doblemente diaspórico y extranjero. Sobre su memoria pesa el exilio atávico y el que lo trajo de Europa o África. Los judíos ashquenazíes —venidos de la Europa Centro Oriental— cargan con el mareo de los campos de concentración y la miseria de la Revolución Rusa, la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Los sefardíes fueron primero expulsados de España con la Inquisición y desde fines del siglo XIX cruzaron el Atlántico en pos de nuevos aires. Luego vendrían exilios y autoexilios desde el exilio, aquellos obligados por las dictaduras o la recesión económica de los diversos países del continente y que marcó a toda una generación como nuevos desplazados.
Siempre con la memoria lejos, siempre con resabios del idish, el ladino, el mograbi, el judeogriego o el hebreo en sus gargantas, los judíos echan raíces en América Latina con la certeza de que en su alma hay una Diáspora que los hace diferentes, ni mejor ni peor, sólo diferentes. La Diáspora es un accidente histórico que se asume con fortaleza y al que es necesario hallar respuesta —al menos desde la literatura— para recobrar una cierta paz.
Ante esa conciencia de no pertenecer a una patria única, a una cultura homogénea y mítica, el escritor asume que la identidad es el lenguaje. Para el poeta, el narrador o el dramaturgo judío la patria perdida está en la escritura. En su escritura. Fuera de ella sólo queda el desierto. Al menos el escritor consigue domeñar los fantasmas a través de sus creaturas verbales y desde ellas amarrarse a otra patria: la de la memoria, el deseo, el sueño, la imaginación.
Pero, apertrechados de estas mínimas premisas, ¿podemos acaso pensar que existe en América Latina una escritura judía? ¿Podemos hablar de una poesía judeolatinoamericana con marcas diferenciables? ¿Existe un escritor que se sienta tan judío como latinoamericano? ¿O es que la dualidad construye esa figura entendible como escritor judeolatinoamericano?
Antes que nada, hay que asumir que la creación de judíos latinoamericanos puede ser valorada como literatura sólo en la medida en que la misma penetre en los circuitos de distribución de una literatura nacional y regional por su propio valor literario y no por rescatar elementos judíos; en la medida en que esa literatura consiga expresar a un hombre universal más allá de la religión y su espacio geográfico. De no ser así, estaríamos ante parámetros clasificatorios que bien funcionarían para otras minorías étnicas y que confinarían a esas escrituras particulares a los lectores de las comunidades dentro de las que se producen. Lo que interesa —al menos a los estudiosos del tema— es una literatura no guética, que se integre al corpus latinoamericano o a sus variantes nacionales como lo hace cualquier otra. Está más que claro de que no se habla de Jorge Luis Borges u Octavio Paz como escritores católicos latinoamericanos.
Así, los judíos están insertos de manera formal en la literatura continental desde 1910, cuando se publica en Argentina Los gauchos judíos de Alberto Guerchunoff’s. Antes habían sido ya escritos textos en idish que, sobre todo en Cuba, Brasil, Argentina y México, trataban de fungir como una especie de espejo del proceso de asimilación.
Lo judío —como alguna vez me explicara Saúl Sosnowski, director del departamento de literatura latinoamericana de la Universidad de Maryland— es un dato adicional que no necesariamente justifica su exclusión. “No puede hablarse de una literatura judía, sino de una literatura latinoamericana que tiene elementos rescatados de la judería. Hay un carácter cultural que confluye sobre esta literatura, eso puede verse en términos de contextos por literaturas nacionales”.
Por su parte Eliahu Toker —uno de los más importantes traductores del idish al español y cuidadoso recopilador de poesía escrita por judíos— señala que como lector e investigador no le interesa una poesía que sea judía por el hecho de hablar todo el tiempo sobre los tópicos de la vida judía. “Me interesa aquella que tenga una cosa más bien sutil, que diga de pronto sobre la extranjeridad, la otredad, de esa mirada que tiene, creo yo, el judío sobre el mundo de no dar las cosas por supuestas, la capacidad de discutirlo todo. En fin, ese tipo de cosas que se pueden encontrar en principio en no judíos”.
Isaac Goldemberg —poeta y novelista peruano, autor de El gran libro de América judía, una colosal recopilación de textos de escritores judíos del continente— apunta que en América Latina hay una idiosincrasia judía peculiar y nueva, una condición mestiza. “Quizás es hora de pensar al judaísmo como un contraexilio”. Y señala que lo judío y lo latinoamericano son nociones marginales que generan una personalidad bifronte. “El viaje infunde al ser judío-latinoamericano una dimensión metafórica arquetípica que desconoce fronteras”.
En definitiva la literatura judeolatinoamericana, podríamos decir, es judía porque todo en ella está dispuesto a mirar el mundo desde la perspectiva y la suspicacia de una tradición judía que aspira a su verdad; y es latinoamericana porque está tejida desde la portentosa urdimbre geográfica de Latinoamérica.


IV
¿Pero cómo es esa mirada judía? ¿Qué tiene de especial y remarcable? Pueden ser muchos los atisbos críticos que conduzcan a una respuesta. Pero es el tema de la Diáspora el que devela de nuevo los paradigmas de un posible discurso. Y es desde el sentido de lo diaspórico que podemos entender a todo judío —aún nacido en el lugar donde escribe— como un extranjero.
Julia Kristeva define en su libro Extranjeros para nosotros mismos, un repertorio de marcas de extranjeridad que extrapoladas a la poesía de judeolatinoamericanos arroja un perfil bastante certero de una manera de construir la identidad a través de la palabra. Perfil en el que yo, huésped invisible de mi propio corpus de estudio, me siento incluida.
Según Kristeva el extranjero suscita una nueva idea de felicidad, que consiste en mantener una eternidad fugaz o una transitoriedad perpetua. El extranjero tiene un perenne sentido de la pérdida que lo lleva a buscar un más allá, que es el invisible y prometido territorio de sus sueños, en el que el sufrimiento es una constante que lo hace diferente ante los demás.
Por otra parte, la indiferencia es la caparazón del extranjero: “No pertenecer a ningún lugar —dice Kristeva—, ningún tiempo, ningún amor. El origen perdido, el imposible enraizamiento, la memoria que se sumerge, el presente en suspenso. El espacio del extranjero es un tren en marcha, un avión en vuelo, la transición pura que excluye la parada. Ningún hito. ¿Su tiempo? El de una resurrección que se acuerda de la muerte y de antes, pero que carece de la gloria de estar en el más allá: apenas la impresión de una prórroga, de haber escapado”.
La melancolía y la soledad son huellas que se superponen en el perenne desapego del extranjero: “La dura indiferencia tal vez no es más que el rostro confesable de la nostalgia. Conocemos al extranjero que sobrevive vuelto hacia el país perdido de sus lágrimas. Enamorado melancólico de un espacio perdido, en realidad no se consuela por haber abandonado un tiempo. El paraíso perdido es un espejismo del pasado que nunca podrá encontrar nuevamente (…) El extranjero, libre de lazos con los suyos, se siente ‘completamente libre’. No obstante, el absoluto de esta libertad se llama soledad”.


V
Algunos poetas judíos han de definir su condición étnica como una manera de apaciguar la perpetua errancia de sus ancestros.
Marjorie Agosin (1955), poeta chilena que emigró a los Estados Unidos, compiladora ella misma de varias antologías de estudios y poesía judeolatinoamericana asume que la Diáspora “es también una fuente de creatividad y realidad, una posibilidad de trascender y reconstruir la historia, un exilio y sus variados temas que enfocan un tiempo habitado desde el exilio, vinculado a un estado permanente de la memoria”. Y en un poema suyo escribe:
Porque ser judío es:
ser un hombre bueno
remendar el mundo
Tikun Olam
cuidar a los vecinos
amar a los extraños
honrar a los muertos
y escuchar el leve paso de los ángeles
como si fueran las luciérnagas de la noche.

Y dice Eliahu Toker (1934) en el poema Homenaje a Abraxas:
Soy la doble imagen del espejo:
judaísmo diestro: mano, sonrisa y sueño;
judaísmo siniestro: ojo, cerebro y culpa.

Angelina Muñiz-Huberman (1936), narradora y poeta española que emigró a México en los tiempos de la Guerra Civil Española, explica que “Para ser judío hay que ser obsesivo/ Obsesivo por la vida/ Para que aún en la muerte triunfe la vida” Y se define a sí misma como:
Doblemente exiliada.
Doblemente judía
Doblemente española.
Una sola vez mexicana.

Sonia Chocrón (1961), poeta, narradora y guionista venezolana asume su condición judía desde una herencia española que le imprime una particular musicalidad y una hondura casi mística que la instala en los tiempo del Rey Salomón, entre los muros de Toledo, en los días de un mundo volcado a la plegaria:
Qué soy
Dios de mis antepasados
más que la húmeda hermana del barro
vida que Te honra y gloria por venir
Has vuelto Tu rostro
y me has mirado
Tu gracia Tu caudal y Tu santuario
son mis fueros y mi hado
levadura que fermenta

Chocrón presenta un yo múltiple, que se siente infinito y encarnado en todas las mujeres, todos los tiempos, todas las voces:
Soy Raquel la toledana
y cada mujer en mí es
pues yo soy una soy cinco soy diez
Soy Eva desterrada
y soy Ruth la moabita
y soy la reina de Saba
y Esther y la noche y Heloísa
Al fin que soy quien esto escribe
tierra de siembra vigorosa y leve

El tema de la identidad es una constante incluso entre poetas en los que difícilmente se encuentra alguna referencia a temáticas propiamente judías, como la mayor parte de la obra de Juan Gelman. La identidad es una obsesión judía y un punto de partida para la fundación de la patria del lenguaje.
El poeta argentino Daniel Samoilovich (1949) define en su poema La identidad ese cruce de tiempos que se fragua en la distancia:
Joyce dice que, puesto que el Calandrino
fue el último hombre que estuvo embarazado,
la paternidad es desde entonces un asunto místico,
pero no aclara que la identidad también lo es.
En un sillón de lona, hace treinta años
en el patio de una casa, alguien lee bajo una parra
la historia de un chino que prepara té
con las últimas hojas de té de una lata:
tampoco quedan hojas en la parra
y yo mismo, que quizá sea quien está en mejores condiciones
para saberlo, no sé nada del futuro
del niño que lee, y que se supone también sea yo.
Podría ser mi hijo, y es mi padre
en el sentido de que soy su descendencia clónica, directa.
Sólo sé que es un hilo de angustia el que me une a ese invierno
y que esa angustia es singular, intransferible.
Dado que es ella quien une las figuras del yo
en el curso del tiempo, posiblemente sea ella también
la temeraria, esquiva identidad.

La identidad no es sólo una razón, es también un silencio desde el que el extranjero posee, como dice Julia Kristeva, una amarga conciencia de orfandad.
José Kozer (1940), cubano residenciado en México, ha confesado que el deseo y la inmediatez impulsan su poesía, la cual parece guardarle lealtad sólo a la memoria, que es revulsiva y emerge a través del estímulo que se le presente. “Tal estímulo —dice Kozer— es variado, cambiante, quizá caprichoso y superficial, quizá superfluo, al igual que yo puedo ser superfluo y disponible, y de la misma manera puede ser mi poseía. Sin embargo, a pesar de la oscilación y el desplazamiento constante, a pesar de las estructuras y las referencias variables, me parece que favorezco ciertos temas: la familia, una voraz necesidad de totalidad, una búsqueda espiritual, una identidad cubana que es sólida y dudosa, una preferencia por la pobreza elegante, una necesidad de narrativa en la poesía, una búsqueda del ser moral y rabínico, un deseo de alcanzar el espacio trascendental y transfigurado, una voluntad de tranquilidad, la exploración de la filosofía oriental (confucianismo y budismo zen, taoísmo) y, por último aunque no por menos, la referencia judía, la exploración (por medio de la poesía) de mi propia judeidad, su dolorosa y fragante manera de manifestarse, en la continuidad y el olvido”.
Kozer se define a sí mismo desde lo judío. Escribe en el poema Judío agrio y coleccionista:
Gastas el dinero como una chiquilla,
con tu coquetería de morena delgada,
y yo, judío agrio y coleccionista,
yo, judío de pan y de trastienda,
extiendo a ti la culpa y el remordimiento,
te avasalla imperial el peso y la medida
de estas manos conmovidas de cernir monedas.
Yo me escondo tras el mueble grande de los incidentes,
recuerdo el viejo idioma empedernido de mi abuelo,
pierdo la claridad de tu camisa de domingo,
tus pechos nuevos dos años ovalados en mis manos,
tu verde cara leve de japonesa ardiendo.

El sentimiento de desarraigo generado por la Diáspora y la conciencia de extranjeridad, hacen que el poeta hable a veces de su doble condición identitaria, de su conocimiento de lo nacional desde la mirada foránea.
En el poema Buenos Aires Eliahu Toker apunta:
En mi antigua niñez perdida
habité algunas casas que recuerdo con ternura.
¿O será acaso imaginación mía
ese patio con malvones
donde se me quedó la infancia?
El patio sigue allí, íntimo, extraño,
como un pequeño Buenos Aires,
como esta ciudad donde nací,
en la que me siento ajeno,
y a cuyas puertas golpeo
hasta gastarme los nudillos
como un mono viejo

José Kozer no olvida esa Cuba judía que lo arropa. En el poema Habana de mi rico mambo dice:
Este mambo ocho se me quedó en La Habana,
salí a ver mundo con mis estrecheces,
perdí mis fundamentos y en cubano.
Yo soy un hombre insuficientemente libre,
y soy un hombre exageradamente en el rigor de una esencial categoría,
frecuentemente en la interior antilla de mi poca amplitud,
y al hábito en hebreo los cerrojos.
Yo me voy yo me voy yo me voy,
grandísima Habana de mi rico mambo en pie de izquierda de judío.

Marjorie Agosin consigue en el poema El Salvador interpretar la coalición que existe entre ser judío y pertenecer a una minoría nacional:
Me cuenta Eva
que es de El Salvador,
del territorio manchado
de la guerra.
Sí, El Salvador
donde los vivos y los muertos
se recogen
con las pérfidas uñas de la
muerte

Dice Eva, que
es una judía en El Salvador,
que sólo hay 60 judíos en
El Salvador.
Ellos también se han ido
porque el olor a humo de
El Salvador es
como el humo de Treblinka

No quieres pensar
en un jardín de muertos
porque sería regresar
a Auschwitz.
Ya ves, la
historia regresa
en la memoria de los
vivos,
que son los guardianes
de los muertos.

Eva
me cuenta del Salvador
y yo veo en sus brazos
la sombra de la ceiba,
las urdimbres del maíz
y su destino de refugiada y prófuga,
de judía errante salvadoreña.

No queda nadie en El Salvador
me dice ella.
Nadie,
ni siquiera los judíos.

La identidad, entendida como refugio es un asunto doloroso.
Eliahu Toker habla de las herencias y los pesados resabios de la memoria en el poema Ratne:
Yo multiplicaba mi herencia hacia el pasado
pero siempre quedaba una ventana rota
por la que se colaba una tormenta cada tanto

Ilan Stavans (1961), por su parte, señala que se siente más mexicano y judío latinoamericano desde que vive fuera de América Latina y que para poder ejercer como intelectual ha necesitado, de alguna manera, desconectarse de ambas condiciones, lo cual significa vivir en una suerte de miseria emocional. En su poema Resistencia al polvo lo deja claro:
Insolente
Quise perpetuarme.
Ingresar en la raza de gigantes;
desacreditar mi dolor,
La miseria.
¡Hacerme eterno!

Ruth Behar (1956), poeta y ensayista cubana que vive en Nueva York desde los días de la Revolución, ha reconocido que le ha llevado mucho tiempo llegar a la conclusión de que es cubana porque es judía. Así, Behar imagina una patria llamada Juba, mitad Cuba y mitad judía, construida a partir de historias familiares y de su propia lucha para reclamar todas las pequeñas y olvidadas ciudades de la identidad mestiza:
Las únicas cosas
que he guardado del viaje
son mi español
de demasiados acentos
mi temperamento cruel
mi miedo a los fantasmas judíos
y mi total incapacidad
de perder en el amor

Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972) estuvo por años alejada de su judaísmo, incluso llegó a negarlo. Pero de pronto, al final de su vida, comenzaron a aparecer en su intuición poética —dice Cristina Piña— “los horrores de la Segunda Guerra Mundial, las cámaras de gas, la familia masacrada en Rusia, la sensación de animal azuzado por la jauría demente que había vivido en la lejana infancia a través de la tristeza de sus padres”. Fue así que Pizarnik se reconoció como una extranjera sin patria. En un poema titulado Ojos Primitivos escribió:

“Conozco la gama de los miedos y ese comenzar a cantar despacito en el desfiladero que reconduce hacia mi desconocida que soy, mi emigrante de sí”

Y en el libro Árbol de Diana se refiere al exilio interior:
Extraño desacostumbrarme
de la hora en que nací.
Extraño no ejercer más
oficio de recién llegada

Pero el dolor por lo heredado y la memoria inalcanzable tiene una terrible y deslumbrante cumbre en la poeta peruano-venezolana Martha Kornblith (1959-1998):
A veces
es preciso
volver a los recuerdos
para anular la memoria,
aniquilar vestigios,
otras vidas,
saludar viejos lazos,
decapitar antiguos papeles,
zozobrar de nuevo,
para que vuelvan a decir
y no tener,
no poseer nada.

Kornblith habla en un poema sobre Adorno de los crematorios, de Aushwitz, de Treblinka, de una herencia evidentemente judía:
Había que andar
con el lápiz bien afilado.
Y escribir:
no escribas poesía
ni envidies la seda de las sinagogas.
Lo digo hoy
hastiada de miedo

También ocurre que las identidades latinoamericanas arropan a la sustancia judía. Gloria Gervitz (México, 1943) muestra una confusa costura de rituales: los provenientes de su vida mexicana, el constante llamado de abuelas de distintas creencias religiosas, lecturas imponentes, signos de un judaísmo que la convocan desde lo más profundo y la hacen asumirse como absolutamente judía, lo que implica una carga de inmensas dudas y nostalgias incontrolables. En su primero poemario, Migraciones, escribe:
No me encuentro. Ni siquiera tengo cirios para velar mi muerte
ni siquiera sé las palabras del Kadish
Ya no tengo brújula. Estoy abrazada al aire

Más adelante se autorretrata:
No siento lo que soy, soy lo que fui y lo que estoy queriendo ser.

Y no faltan los escritores que encarnen la blasfemia, el diálogo íntimo con Dios. El venezolano Elías David Curiel (1871-1924) en su poema Ley étnica lo hace:
¿Qué extraño maleficio, de modo artero, pudo
encadenar mi propia voluntad a la ajena
y remachó forjando de mi existencia el nudo
de todos mis atávicos prejuicios la cadena?


La poseía latinoamericana también hizo aliá —retornó a Israel— cargando con todo un paisaje y un contraexilio que al mezclarse con la cultura israelí produjo un discurso aún más híbrido que el latinoamericano, no exento de guerras y miedos inherentes al Medio Oriente. Buena muestra de ello es la poesía de Oded Sverdlik (1938-1996) argentino que decidió vivir en Tel Aviv y desde allí rehacer su mundo de exiliado:

Si pudiéramos elegir las piedras
para construir nuestra ciudad nuevamente
Si pudiéramos elegir la piel
para construir nuestro cuerpo de nuevo
Si pudiéramos inventar
la piel para nuestra ciudad
las piedras para nuestro cuerpo
la piel para las piedras
de la ciudad que cubre
nuestro cuerpo

Existe otro segmento de la poesía judeolatinoamericana —que apenas menciono porque es en si misma una vastedad que ya otros estudian—que reúne a escritores llegados al continente después de la Segunda Guerra Mundial y cuya obra se encuentra originalmente escrita en idish. Hablo de sobrevivientes que encarnan la más absoluta de las extranjeridades, imposibilitados por las cicatrices de abandonar su lengua natal y que no han conseguido penetrar las órbitas de una literatura nacional quizá por una errada manera de defenderse y por creer que escriben para su propia gente. Entre ellos podemos mencionar —gracias a la antología El resplandor de la plabra judía, de Eliahu Toker— a Moisés Knaphai, nacido en 1910 en Varsovia y fallecido en 1992 en Buenos Aires. También a Israel Ashendorf, nacido en 1909 en Melnitze y fallecido en Buenos Aires en 1956. Cabe la duda de si podemos hablar de estos autores como judeolatinoamericano. Está claro que no llegaron a ser latinoamericano, o que lo fueron a su maneras, pero el hecho de que escribieran desde las entrañas del continente ya nos obliga a echarles un vistazo, al menos. Ashendorf escribe en el poema Polvo:
De cada tierra que habité
sólo fue mío
lo que se adhirió
a mis zapatos.

De regreso de todos los caminos,
despojado aún de un nuevo sueño,
no conozco el sabor de la tierra todavía,
sólo el sabor del polvo.


VI
La Diáspora es, vamos concluyendo, el prodigioso abrevadero de una gran cantidad de temas vinculados a lo judío y que aparecen de manera obvia o velada en los trabajos de escritores judeolatinoamericano, sean estos asquenazíes o sefardíes, laicos u ortodoxos.
Precisamente esa multiplicidad temática y las infinitas posibilidades críticas asociadas a un corpus muy bien definido como es el de los escritores judeolatinoamericanos, ha hecho que un grupo de académicos latinos que trabajan en universidades norteamericanas se hayan apropiado del tema con prolíficos resultados.
Así, Marjorie Agosin ha publicado en estos últimos años, tres títulos: Passion, Memory and Identity, en el que recoge ensayos sobre la escritura de mujeres judías del continente en el siglo XX; Las palabras de Miriam y Miriam’s Daugthers, antologías de poetas judías latinoamericanas. En todos los trabajos Agosin deja ver que las escritoras por ella estudiadas, entendidas como outsiders, reconstruyen su historia a partir de temas como el exilio, la memora, el viaje, el desarraigo, el origen, las migraciones. Su antología está dividida en cuatro temáticas, que, según ella, resumen la visión judía de una escritura continental: Genealogías, Iluminaciones, Texturas de la memoria y Jerusalén.
Isaac Goldemberg, por su parte, editó en 1998 el ya mencionado tomo El gran libro de la América judía: 1236 páginas que reúnen a 136 autores de todo el continente americano, 8 de ellos venezolanos. Según el autor algunos de los temas que atraviesan el libro —tanto en poesía como en narrativa— son el diálogo del hombre con Dios, los padecimientos del exilio, el misticismo y la presencia del peso ético y aún estético de la tradición.
Allí, Goldemberg establece trece temáticas que le permiten hablar de trece libros fundamentales: libro de los orígenes, libro de los altares familiares, libro de los retratos y autorretratos, libro de los muertos, libro de los sueños, libro de los números y las letras, libro de los amores judíos y no judíos, libro de los mitos y las ceremonias, libro de Dios y los judíos, libro de los espacios sagrados, libro de la risa y los judíos, libro de Jesús y los judíos, libro de los comentarios.
Según Roberto Diantonio, crítico brasileño y catedrático de varias instituciones norteamericanas, además de la identidad cultural y la persistencia cultural, hay un abanico de temas explorados a partir de la experiencia migratoria, la razón de la asimilación, el espectro del Holocausto, la Inquisición como realidad y metáfora de la actual opresión, el sionismo, Israel, la Diáspora, el exilio permanente, la influencia de los idishistas y la perspectiva judía femenina.


VII
Hoy lo que podemos llamar sin reservas poesía judeolatinoamericana —por razones de tiempo no toda visitada desde estas páginas— es una mixtura de emociones milenarias y de recursos estéticos heredados en similar proporción de lo judío y de lo latinoamericano. Un repertorio de perplejidades que se amalgaman en una suerte de biografía común que, más allá de la intencionalidad de los escritores, cumple la misión de dar continuidad a la tradición judía, al menos de una tradición que se está forjando por estos lados. La identidad como factor cultural es en esos escritores judeolatinoamericanos una manera de documentar toda una historia de exilios, desarraigos y olvidos. Su propia historia en un continente dado al asombro. Se trata de una poesía que actúa como crónica, aunque quizá aún deshilvanada, de una manera de ser judíos y extranjeros, latinoamericanos judíos, escritores de una Diáspora que se va fraguando con los días en la garganta y en la palabra escrita.

Fuentes
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AGOSIN Marjorie. Miriam’s Daughters. Jewish Latin American Women Poets. Sherman Asher Publishng. New México, 2000.

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KORNBLITH, Martha. Oraciones para un dios ausente. Monte Avila Editores Latinoamericana. Caracas, 1995.

KOZER, José. Bajo este cien. Fondo de Cultura Económica. México, 1983.

KRISTEVA, Julia. Extranjeros para nosotros mismos. Plaza & Janes Editores. Barcelona, 1991.

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PIZARNIK, Alejandra. Obras Completas. Ediciones Corregidor. Buenos Aires, 1990.

SAMOILOVICH, Daniel. Rusia es el tema. Libros de Tierra Firme. Buenos Aires, 1996.

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SVERDLIK Oded. Brindis. Monte Avila Editores. Caracas, 1990.

TOKER, Eliahu. El resplandor de la palabra judía. Antología de la poesía idish contemporánea. Ediciones Arte y Papel. Buenos Aires, 1996.

VARIOS AUTORES. Tradition and Innovation. Reflections on Latin American Jewish Writing. Edited by Robert DiAntoio and Nora Glickman. State University of New York Press. New York, 1993.


© Jacqueline Goldberg
Publicado en la Revista Conciencia Activa 21. Número 1. Julio del 2003.